El comunismo será anti-patriarcal o no será


 


“[L]as  autoridades  políticas  realizaron  importantes  esfuerzos por cooptar a los trabajadores más jóvenes y rebeldes por medio de una maliciosa política  sexual, que  (…) transformó  el  antagonismo de  clase  en hostilidad  contra  las mujeres proletarias.”

Silvia Federici; Calibán y la Bruja

 

El antecedente medieval de la misoginia

Los siglos XII y XIII en Europa fueron una época de intensa lucha de clases y movimientos populares que buscaban limitar o abolir el poder de la nobleza, el clero y la burguesía. Estos ataques contra la sociedad feudal tuvieron una respuesta contrarrevolucionaria que se caracterizó por dos grandes procesos: el nacimiento del Estado absolutista y la acumulación originaria.

La acumulación originaria tiene dos aspectos. Por un lado el expuesto por Karl Marx en El Capital, que consistió en la expropiación masiva y violenta del campesinado y su transformación en el nuevo proletariado destinado a la producción mercantil. Por el otro el expuesto por Silvia Federici en Calibán y la Bruja, que consistió en el despojo de las mujeres y la instauración de lo que hoy se nombra como patriarcado[1].

El proceso de instauración del patriarcado fue tan o más violento que el de la proletarización del campesinado y del artesanado. La caza de brujas, un período de masacres de mujeres y herejes en general, no fue una “histeria colectiva” sino que tuvo objetivos políticos: dividir al movimiento de lucha anti-feudal y dar pie a la creación de múltiples dispositivos de dominación sobre la población.

La instauración de estos nuevos dispositivos de dominación no sólo revirtieron los avances en equidad entre varones y mujeres logrados por los movimientos populares y en las ciudades: dieron a luz al capitalismo que conocemos, con la estructura familiar y la subordinación de la mujer que perduran hasta nuestros días.

Uno de los dispositivos de dominación instaurados fue el control sobre la natalidad. Cuanto más oferta de mano de obra había, más poder tenían quienes emplean para imponer condiciones de mayor explotación y subordinación. Entre los objetivos de la caza de brujas estuvo erradicar las prácticas anticonceptivas y abortivas. No sólo por la necesidad de producir más mano de obra sino para el control institucional y social (apoyado en la delación a las autoridades) sobre el cuerpo de las mujeres.

Otro dispositivo de opresión de la mujer y de introducción de la misoginia en el proletariado varonil fue la política de promoción de la prostitución e impunidad para las violaciones de mujeres proletarias.

Contra la paridad entre varones y mujeres que se había alcanzado en los gremios y en los movimientos populares anti-feudales (fueran de origen herético, campesino, o proletario), esta política sexual contrarrevolucionaria animó y dio un manto de impunidad a las violaciones de mujeres, especialmente si eran mujeres proletarias. La consecuencia fue devastadora no sólo para la vida personal de miles de mujeres, obligadas a irse a otra ciudad o a convertirse en prostitutas. La participación proletaria en estas violaciones debilitó la solidaridad de clase que había caracterizado a las luchas anti-feudales.

La prostitución también fue promovida por el Estado como forma de control social. Tomó la forma de burdeles municipales establecidos por toda Europa. La prostitución, convertida así en servicio público y privilegio masculino, a la vez daba una vía de sustento a mujeres arruinadas económicamente o con su reputación destruida y creaba la demanda para renovar el plantel.

Esta política sexual de las clases dominantes normalizó en la sociedad el uso del cuerpo de la mujer a capricho del varón, sin importar el consentimiento ni mucho menos el deseo femenino. Este mecanismo se aceitó con el discurso político del clero católico, que daba argumentos religiosos para la subordinación de los siervos a los señores y de la mujer al varón.

Por último, quizás el más importante de los dispositivos de dominación instaurados, la nueva división sexual del trabajo y la nueva familia. Entre marxistas se ha estudiado bastante el carácter patriarcal de la familia burguesa, pero no tanto el carácter patriarcal de la familia proletaria. Si el pater familias propietario ejerce su poder sobre esposa y prole apoyándose en su propiedad, el pater familias proletario lo ejerce apoyándose en su salario. Para instaurar este patriarcado del salario fue fundamental expulsar a las mujeres de los gremios artesanales y excluir del mercado a los trabajos realizados por ellas, considerando a la fuerza de trabajo (y al cuerpo) de la mujer como un recurso natural. Esta división sexual del trabajo desvalorizó a la fuerza de trabajo femenina en los casos donde se la remuneraba, efecto que perdura hasta hoy en la feminización de los trabajos más cercanos por sus características a las tareas reproductivas y por lo tanto con menor prestigio y remuneración.

Varias leyes facilitaron que esta forma de familia, con su división sexual del trabajo, sea la que se propague, pagando las mujeres que quedaban solteras el alto precio de ser consideradas como “mujer común”. Las leyes avalaban que el varón se convirtiera en señor de la mujer si la tomaba por esposa, e incluso dispusiera de sus ingresos si los tenía. De esta manera se logró que una mitad del proletariado participase de oprimir a la otra, ya que para el éxito o la supervivencia del hogar proletario era fundamental que la mujer estuviera confinada a ser su administradora y a cuidar a las crías, liberando de esta manera al obrero de estas tareas. No sólo esto, también la proletaria debía atender las necesidades vitales del marido, tanto en lo doméstico como en lo sexual.

Estos cambios exceden lo meramente cultural o ideológico, son también económico-sociales y estructuran al modo de producción capitalista. No es que el capitalismo haya “subsumido” al patriarcado: es que el capitalismo mismo es patriarcal.

Sintetizando, la misoginia, que hoy pareciera ser “natural” (igual que la propiedad privada burguesa) fue instrumentada con una gran dosis de violencia por las clases dominantes para quebrar la solidaridad de clase y la camaradería en los movimientos subversivos, y adecuar la reproducción humana-social a la reproducción del orden político-social.

La burguesía toma la posta

La burguesía, aunque enfrentada al clero y la nobleza, con quienes más tarde ajustaría cuentas, apoyó las medidas represivas y de control social instrumentadas por la Iglesia y el Estado absolutista. Cuando más tarde se hizo con el poder político, las continuó con su propio sello.

Aún después de la Revolución francesa y de múltiples declaraciones de derechos humanos “universales” desde entonces, los crímenes de odio contra las mujeres y las niñas, incluyendo trata con fines de explotación sexual, constituyen una gran parte de las atrocidades cotidianas de la civilización capitalista[2].

La lucha del movimiento de mujeres enfrenta no sólo un contexto cultural hostil de misoginia proletaria, sino una férrea resistencia burguesa a destinar recursos (incluso los prometidos) a programas de erradicación de la violencia hacia las mujeres, ampliación de derechos, aplicación efectiva de derechos ya legalizados, y obtención de derechos nuevos (como el aborto legal, libre y gratuito).

Enfrenta, además, el poder de los medios de comunicación, cuya violencia simbólica permanente hacia las mujeres, aplicada incluso en el tratamiento periodístico de las demás violencias, refuerza la cultura misógina.

La complicidad del poder judicial y la policía a la hora de (no) recibir las denuncias, re-victimizar y desproteger a las víctimas; del poder legislativo con la sumisión a cultos religiosos contrarios a la legislación necesaria; y del poder ejecutivo al no implementar, desfinanciar o desbaratar los programas educativos y de protección, mantienen el estado actual de cosas.

La impunidad de la que goza la violencia contra las mujeres (doméstica, sexual, femicida) enoja a una parte de la sociedad (que es atraída por soluciones punitivistas y revanchistas) e insensibiliza a otra gran parte, lo cual da lugar a una naturalización de la violencia.

La misoginia: control social sobre el proletariado

La misoginia institucional no es solamente inercia ni es, como dice cierta izquierda, señal alguna de “descomposición” del sistema social. Es una medida de lucha de clases, dirigida a mantener la misoginia como fuerza divisora y desmoralizadora del proletariado.

En los varones proletarios, la misoginia crea la costumbre de ver a la mujer como ser humano de segunda o de tercera. En su versión más extrema, la mujer como un cuerpo que se puede golpear, violar, acosar, y destruir como castigo o por placer sádico. Pero en la versión más estándar, defendiendo la división sexual del trabajo y en decenas de actitudes machistas que niegan a la mujer como un par del varón. El rol masculino dentro del sistema de relaciones patriarcales es ser la policía del género, que como toda policía puede recurrir a la táctica del policía malo y el policía bueno. Romper con ese rol es la tarea revolucionaria de los proletarios varones.

Las mujeres proletarias también internalizan la misoginia. Primero creando la ilusión de que si son “mujeres buenas” pueden salvarse de ser violadas y asesinadas. Esto les anima a volverse insolidarias con las mujeres víctimas de violencia, ya que seguro les pasó por [insertar adjetivo estigmatizante o actitud “de riesgo”]. Segundo, habiendo mamado ellas mismas la misoginia social desde pequeñas, con frecuencia soportan un maltrato que no soportarían en otras circunstancias, y no pocas veces creen haberlo merecido o provocado.

Al estar la masculinidad de una sociedad formada en base a la dominación, el proletario sólo puede compensar la humillación sufrida por patrones, capataces, policías y matones con la dominación de su mujer. Cuando hasta esto se ve en peligro y no hay otro modelo de masculinidad a la vista, sobreviene una crisis que generalmente lleva al estallido violento no contra el orden existente sino contra las personas más cercanas.

Es altamente conveniente para una clase dominante minoritaria que la población dominada gaste la mayoría de su energía en violentarse a sí misma (más cuando hay población “sobrante”). También es conveniente para la burguesía que la reacción a la misoginia ignore la dimensión de clase, apunte sus cañones contra un “patriarcado” que pre-existió y sobrevive en el capitalismo (fomentando así la ilusión de un capitalismo no-patriarcal), y reproduzca la guerra social entre los sexos en vez de terminar con ella[3].

Sintetizando

El patriarcado no pre-existe al capitalismo. Si bien pueden encontrarse varios ejemplos de opresión de la mujer en la historia, la opresión contemporánea es una creación feudal y capitalista.

Las relaciones patriarcales no son aislables de las capitalistas, no pertenecen a un entorno “superestructural” respecto a las relaciones de producción. Son relaciones de producción ellas mismas, porque estructuran la producción de la mercancía más importante del capitalismo: la fuerza de trabajo. En el marco de las relaciones patriarcales el capitalismo fabrica una fuerza de trabajo disciplinada, enfrentada entre sí, opresora de y oprimida por sí misma. Con la división sexual del trabajo establecida en la familia proletaria, el capital dispone de una fuerza de trabajo más devaluada (la femenina) y se ahorra de remunerar el trabajo doméstico y de crianza que repone la fuerza de trabajo actual y produce la fuerza de trabajo futura.

Debido al papel estructural de las relaciones patriarcales, la lucha consecuente contra la opresión de la mujer (de cualquier mujer, no solo la mujer profesional de clase media) es subversiva por sus efectos en las relaciones sociales, más aún si se la vincula conscientemente a la lucha comunista. El desafío a los mandatos machistas, a la división sexual del trabajo establecida por el capitalismo, hace tambalear al sistema político pero, más importante estratégicamente, pone en crisis a la masculinidad patriarcal, misógina, que no soporta la autonomía de las mujeres.

Esta crisis es una oportunidad revolucionaria. No alcanza con que los varones “apoyemos” y/o seamos “aliados” de la emancipación de mujeres. Tenemos que desarrollar, teórica y prácticamente, nuestra propia emancipación de la masculinidad patriarcal, construida sobre la dominación de mujeres, niñxs y otros varones. Las relaciones patriarcales también nos esclavizan, no tanto como al preso pero sí como al guardiacárcel. La masculinidad patriarcal es otra dimensión de la enajenación humana que tenemos que superar.

Así como las feministas han cuestionado a la femineidad funcional al sistema, necesitamos cuestionar a la masculinidad funcional al sistema. Necesitamos una masculinidad revolucionaria, coherente con el aspecto universal de la emancipación revolucionaria-comunista, hermanada con el feminismo socialista. 

Notas:

[1] Que de esta manera es caracterizado como una creación moderna, inseparable del capitalismo, y no un sistema social pre-capitalista que perduró en la modernidad y puede ser separado del capitalismo.

[2] http://www.unwomen.org/es/what-we-do/ending-violence-against-women/facts-and-figures

[3] Tal está siendo la deriva de cierto feminismo revanchista y misándrico, que está tomando fuerzas frente al feminismo liberal (con sus límites burgueses, pero dirigido hacia la equidad) y aun más sobre el feminismo socialista (que sin renunciar a la emancipación de la mujer la vincula con la emancipación de clase). Si el movimiento de mujeres pasa a ser hegemonizado por un feminismo que tome como enemigo al sexo masculino de por sí, el capital tendrá un gran aliado y la misoginia proletaria, lejos de disminuir, aumentará.

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